Recuerdo esa época como una eternidad…juegos bolivarianos en Bolivia, y de pronto pufff…la tele se murió en plena transmisión de la ceremonia.
Qué hace una niña de 9 años sola y, peor aún, sin televisión?
Leer, cualquier papel que encontraba en casa, dibujar, saltar en la cama…y sobre todo, descubrir.
Sentada escuchaba atentamente los sonidos de mi barrio, la vecina de al lado saliendo demorada al trabajo no sin antes saludar a su paraba, la música que ponían a la hora del recreo en el colegio al que iría el próximo año y lo que más me gustaba; la flauta del niño del frente, que también se quedaba solo.
Él nunca salía a jugar, ni sabía su nombre, pero con el tiempo me aprendí su repertorio musical, reía las veces que equivocaba alguna nota y comenzaba de nuevo, hasta perfeccionar la melodía, ahí yo, su público anónimo.
Las pocas veces que lo vi de la mano de su madre lo notaba demasiado tímido, asustado y pálido, sumamente protegido, sentía unas ganas enormes de hablarle, decirle que me gustaba como tocaba su flauta (eso en mis pocas palabras de infante) y que también me quedaba sola por las mañanas.
Pero en la niñez, uno no sabe como manejar esos “asuntos”, obviamente con el tiempo simplemente seguía escuchando su flauta. Hasta que nos mudamos y ya no me quedé sola. Alguien mucho tiempo después me comentó que su madre tenía la idea de que él no podía juntarse con los demás niños…pues era “diferente”.
Luego un chico se acercó a él, lo vi sonreír y después desaparecer. Horas después yo también lo hice.